EUTANASIA
Y MULTICULTURALISMO
Derecho,
moral y religión en una sociedad pluralista
Por Andrés
OLLERO -Universidad de Granada-
Europa comienza a vivir una novedosa experiencia. Las frecuentes
invocaciones al consenso remitían hasta ahora a marcos culturales homogéneos,
consolidados a lo largo de siglos. Hablar en serio de consenso obligaría ahora a
comenzar a asumir una inédita perspectiva multicultural.
El progresivo acercamiento político de las Europas separadas por la
guerra fría no puede ocultar que los decenios no pasan sin dejar culturalmente
huella. Berlín ‑una ciudad que encierra aún en sí dos sociedades- puede seguir
sirviendo de expresivo escaparate. Todo esto es nada, sin embargo, comparado con
el desafío que supone la creciente implantación en la Europa occidental de
minorías ya consolidadas, que rompen ‑racial, religiosa y culturalmente- una
homogeneidad hasta ahora rutinaria.
Un cúmulo de nuevos problemas surgen sin que se haya acertado a adelantar
respuestas. La empalizada Schengen cobra aires de nuevo muro, en un continente
en el que ‑al menos, por el momento- comportarse como el "WASP" de turno no
produce siquiera mala conciencia.
A abordar la dimensión filosófico-jurídica de la cuestión puede
ayudarnos, ahorrándonos la opción por la futurología, el debate argumental
suscitado en los últimos años por problemas polémicamente marcados por netas
discrepancias antropológicas e incluso religiosas. La eutanasia podría, por
ejemplo, servirnos de punto de referencia.
SIETE RAZONES PARA
DESPENALIZAR
Los argumentos más frecuentemente esgrimidos para apoyar la
despenalización de la eutanasia pueden servirnos, en más de una ocasión, de
pista sobre la relevancia filosófico‑jurídica de esta emergente sociedad
multicultural.
Recordemos algunos de los más usuales:
-
1. El derecho, al regular el ámbito de lo público no tiene por qué
asumir exigencias morales, por legítimas que sean en el ambito de la
autodeterminación privada.
-
2. Sobre todo, si emanan de códigos confesionales, dada la libertad de
conciencia exigible en una sociedad plural y
secularizada.
-
3. No cabría, pues, recurrir al derecho para imponer las propias
convicciones a los demás, obligando ‑por ejemplo- a sufrir a quien no se
considera en condiciones de soportarlo. Ello sería particularmente indiscutible
si nos halláramos ante una presunta eutanasia pasiva, que sólo
pretendería aminorar el dolor del paciente, aunque indirectamente pueda acortar
su vida.
-
4. Más que reprimir ‑por vía jurídica- la libertad, sería preferible
promover condiciones sociales distintas de las que puedan estar empujando
a ejercerla en una dirección desaconsejable.
-
5. Cada cual ha de gozar de libertad a la hora de orientar el desarrollo
de su personalidad, de lo que cabría incluso derivar la existencia de un
derecho a la muerte.
-
6. Aunque, por el contrario, se considerara el derecho a la vida como
irrenunciable, podría apuntarse que la protección que el artículo 15 de
nuestra Constitución garantiza a la vida debería entenderse reservada a la que
aún reúna unos niveles mínimos de calidad que vendrían exigidos por la
misma dignidad humana.
-
7. En todo caso el Estado debe mantener una inhibición neutral
ante esas cuestiones morales polémicas, en beneficio de una mayor
libertad de los ciudadanos.
Si intentamos darles respuesta, quizá estemos adelantando alguna de las
que la nueva sociedad multicultural está ya exigiendo.
1. ¿UN DERECHO SIN
MORAL?
El derecho, y muy particularmente el penal, se ve abocado a asumir
exigencias morales. Problema distinto es que no haya de asumirlas todas.
Sus aspiraciones éticas se conforman con la garantía de un razonable
marco de convivencia, mientras que la moral nos invita a dotar del máximo
sentido a nuestra existencia personal. Dentro de esta tensión ‑entre la frontera
de lo jurídico, que nos libera de situarnos bajo mínimos éticos, y el tendencial
maximalismo de la moral personal- habrá pues que determinar qué exigencias,
también morales, deberá asumir el derecho y cuáles no.
Muy expresivo de la querencia minimalista propia de lo jurídico
‑agudizado por la peculiar incidencia sancionadora de ese sector del
ordenamiento- es el principio de mínima intervención penal, que reserva
dicha tipificación para una gama reducida de conductas: las que puedan afectar a
bienes jurídicos que ‑predominantemente, por razones también morales- no cabría
dejar a la libre disposición del arbitrio privado, ni considerarlos
suficientemente defendidos con sanciones que no lleven consigo la privación de
bienes tan primarios como la libertad o ‑en algunos países- incluso la
vida.
A lo largo de la historia se ha aspirado reiteradamente a solventar de
modo expeditivo esta tozuda vecindad entre derecho y moral, que se convierte en
especialmente embarazosa cuando los imperativos morales aparecen culturalmente
vinculados a marcos religiosos confesionales. La fórmula feliz ‑tan
aparentemente simple como para ocultar a duras penas su simplismo- invitaría a
desplegar sin cortapisas las convicciones morales en el ámbito de lo privado, a
la vez que se descarga drásticamente de ellas al ámbito de lo
público.
Se invita, pues, a que cada cual monte en casa su altar a los lares o
penates heredados o preferidos, sin empeñarse en sacarlos a la calle en
procesión; pese a que ‑para un sevillano que se precie- una calle sin
procesiones difícilmente servirá como deseable arquetipo de pública libertad.
La extrapolación del modelo a una sociedad multicultural provoca una
inevitable perplejidad. Cada cual habría de vivir en su casa la propia cultura,
mientras la calle sería culturalmente "neutral". Basta evocar los avatares
plurilinguísticos de sociedades europeas de notable homogeneidad cultural para
dar paso al más rotundo escepticismo.
A poco que se reflexione, acaba resultando evidente que no cabe discernir
si una cuestión deberá regularse mediante los públicos mecanismos del derecho, o
si debe delegarse a privadas exigencias morales ‑es decir, trazar la frontera
entre derecho y moral-, sin emitir, con paradójica prioridad, un juicio
radicalmente moral. Sólo partiendo de un determinada concepción del hombre, y de
su relación con la sociedad, podremos ofrecer la
respuesta.
Desde una perspectiva individualista, por ejemplo, sería fácil dictaminar
que nadie debe verse obligado a vivir ni un segundo más de lo que desee. Desde
una perspectiva solidaria, por el contrario, nadie más altruista que el abnegado
bombero que pone en peligro su vida por intentar salvar la de un depresivo
sucicida. Una privatización de la vida, que la convirtiera en disponible sin
trabas jurídicas a la mera autodeterminación individual, implicaría una pública
opción moral no menos discutible que cualquier otra.
2. RELIGION CIVIL PARA UNA SOCIEDAD
SECULARIZADA.
No menos frecuente viene resultando la atribución de las más crispadas
polémicas de nuestras sociedades post-ideológicas al empecinamiento de lo
"sagrado" por hacerse presente en el ámbito de lo público. Valga la alusión al
planteamiento de R.DWORKIN sobre "el dominio de la vida" como tópica
referencia.
La asunción de una perspectiva multicultural, al permitir poner
teóricamente entre paréntesis factores confesionales, desvela la nula
neutralidad del laicismo y su escaso respeto a esa libertad de conciencia que
caracteriza a la herencia cultural europea. Cualquier intento de relegar al
gueto toda cultura foránea no lograría eludir una sumaria condena por xenofobia.
Pretender desmontar los elementos religiosos de cada cultura, con la esperanza
de llegar así a un ámbito público liberado de crispación, equivaldría a
organizar una gigantesca misión para convertir a tirios y troyanos a una
novedosa religión civil.
Volvamos a la fronteriza superposición de exigencias morales y jurídicas.
Si hay razones para considerar a un bien ‑por su pública relevancia- digno de
protección juridica, el tratamiento que confesionalmente merezca a unos u otros
grupos sociales debe considerarse indiferente. Lo contrario llevaría a optar
confesionalmente por el laicismo, provocando una generalizada guerra de religión
como paradójico homenaje a la libertad de conciencia. Semejante "neutralidad" ya
tuvo ocasión de proponerla MARX cuando, al abordar "la cuestión judía",
lamentaba que se ofreciera libertad religiosa a quienes necesitaban ser
liberados de la religión.
Los juicios morales que la eutanasia merezca podrán verse más o menos
condicionados por convicciones religiosas. Tan absurdo como pretender que se
imponga su penalización, invocando tal argumento de autoridad, sería dar por
obligada su despenalización en aras de la libertad de conciencia.
El establecimiento de la frontera de lo jurídico seguirá siendo
perentorio. Ensueños anarquistas al margen, el incondicionado despliegue de la
conciencia de cada cual suele hacer imposible la convivencia social. Para
hacerla posible existen ‑precisamente-, además de los códigos morales, los
ordenamientos jurídicos. No cabrá tampoco un multiculturalismo a ultranza. La
vieja noción del "orden público", o la más reciente de las "exigencias de una
sociedad democrática", resultaría problemáticamente compatible con la poligamia
y decididamente incompatible con los sacrificios humanos.
3. DESACTIVACION MORAL DEL
LENGUAJE
Como ya se ha puesto de relieve, el derecho penal impone siempre
convicciones. Cabría incluso afirmar que resultaría inconcebible si renunciara a
ello; tan absurdo sería, desde el punto de vista de su objeto, dar paso a la
sanción penal sin estar convencido de que el bien protegido lo merezca, como
dejar el cumplimiento de sus normas al libre arbitrio de cada
sujeto.
Ante esta tesitura no es infrecuente la búsqueda de una apariencia de
neutralidad desdramatizada a través de los juegos de palabras. No sueNa igual
abortar que interrumpir el embarazo, ni cooperar a un suicidio deseado que
provocar la eutanasia. En dicho elenco eufemístico podría no pocas veces
incluirse la apelación a la llamada "eutanasia pasiva", particularmente útil
para provocar ‑deliberadamente o no- relevantes equívocos. Cuando se la confunde
con la mera renuncia a un "encarnizamiento terapéutico" ‑sin defensor conocido-
ayuda a dar por supuesta la existencia de una redundante "eutanasia buena", lo
que liberaría al término de verse considerado como absolutamente rechazable.
Utilizado el término con rigor, designaría en realidad la provocación de una
muerte por omisión del necesario socorro; como ocurre en la doctrina alemana con
la llamada "eutanasia precoz", por la que se niega alimento al recién nacido con
malformaciones.
Este recurso al lengaje cifrado, lejos de favorecer una apertura
multicultural, no hace sino cerrar el ámbito de comunicación, al crear un
artificial espacio subcultural con intención de marginar a los inmediatos
discrepantes.
4. FUNCION PROMOCIONAL DE LA NORMA
PENAL.
No tiene mucho sentido establecer un dilema entre reprimir
conductas o promover condiciones sociales que disminuyan la posibilidad
de que tales conductas lleguen efectivamente a generarse. La norma penal no solo
reprime, sino que ejerce a la vez una relevancia "pedagógica", convirtiéndose
inevitablemente en promotora o disuasora de conductas. El ciudadano se muestra
tozudo a la hora de considerar "malas" las conductas que la norma prohibe y
"buenas", o al menos tolerables, las que permite. Aunque toda despenalización
parezca aportar ‑desde una óptica represiva- un avance en libertad, suele
constituir a la vez un modo particularmente eficaz de promover condiciones
sociales favorables para la multiplicación de conductas que se venían
considerando rechazables.
Por más que las propuestas de despenalización de la eutanasia aspiren
sólo a buscar salida a casos excepcionales dignos de pública compasión, no
podrán dejar de provocar consecuencias "normalizadoras". El heroico bombero,
listo para impedir un inminente suicidio, puede verse sustituido ‑como prototipo
de ciudadano altruista- por el sanitario que se presta gustoso a ayudar a
consumarlo. Sea cual sea el juicio moral que tal operación merezca, su
incidencia jurídica sobre las pautas de comportamiento social admite pocas
dudas.
Habría, pues, que plantearse con responsabilidad en qué tipo de sociedad
nos encontramos. Si consideramos a la nuestra marcada por un irresistible afán
solidario de acogida al otro, o más bien por un individualismo posesivo que
empuja a desembarazarse de él, a poco que se convierta en estorbo. Sería así más
probable acertar a la hora de prever las conductas llamadas a
multiplicarse.
Nos sale al paso ahora una nueva diferencia que añadir, junto al ya
señalado juego mínimos-máximos, al reflexionar sobre la lógica interna propia de
la moral y del derecho.
En la perspectiva moral cobra particular relevancia cada acto; al que se
aspira a dar pleno sentido. El caso concreto reclama que del modo más pleno se
haga justicia, aun a costa de que perezca el mundo. De ahí que el
"consecuencialismo", con su conversión del cálculo de las consecuencias
prácticas en máxima decisiva del obrar, goce de tan escaso prestigio moral como
la convicción de que el fin justifica los medios.
En la perspectiva jurídica, por el contrario, el resultado práctico debe
siempre ser responsablemente contemplado. No se trata de suscribir un
pragmatismo sin principios ‑es más, éstos acabarán inevitablemente
protagonizando la dinámica real de las normas- sino de huir de actitudes
meramente testimoniales, para ponderar el alcance práctico de la realización del
principio y su efectivo costo social. Esto hace del derecho un instrumento más
útil para la responsabilidad que para la compasión. Ante ciertas comprensibles
querencias "moralizantes", no vendrá recordar algo muy elemental: el derecho no
sirve para todo. Su minimalismo le lleva a renunciar a dar respuesta a todos los
problemas humanos u ofrecer satisfacción a todas sus
necesidades.
No es difícil, por ejemplo, prever teóricamente ‑y la experiencia
comparada asi lo va refrendando en la práctica- que la despenalización de la
eutanasia acaba afectando sensiblemente a la actitud de respeto a la vida,
característica del personal sanitario. De modo ambivalente, se produce a la vez
un deterioro de la confianza que merece al enfermo. El tránsito de la muerte por
petición personal expresa y reiterada a la muerte por petición presunta o
expresada por terceros ‑o a la simple eliminación de una vida en situación
precaria por considerarse, sin mediar petición alguna, privada ya de todo valor-
es una triste realidad que debe ayudar a solventar, en términos estrictamente
jurídicos, esta polémica.
La multiplicidad cultural, tantas veces arraigada en convicciones
religiosas discrepantes, debe encontrar en esta lógica interna de la realidad
jurídica un punto de encuentro. La misma Europa que hace siglos superó, gracias
a la invocación a un compartido "derecho de gentes" querellas religiosas
internacionales, lo echará ahora progresivamente en falta a la hora de superar
fracturas culturales intranacionales.
5. ¿VIDA RENUNCIABLE O DERECHO A LA
MUERTE?
La existencia de derechos irrenunciables recuerda elocuentemente que lo
jurídico se asienta en un fundamento que desborda el puro voluntarismo
individualista.
No se tiene derecho a todo lo que se quiere; ni siquiera a satisfacer
todas las pretensiones avaladas por razones morales, si no cabe ajustarlas con
otras ajenas quizá no menos legítimas. En determinadas circunstancias, el
derecho ‑lejos de ser ciego instrumento de la voluntad individual- aspira
incluso a defender al sujeto de sus propias limitaciones, dando paso a un
siempre polémico "paternalismo".
El derecho a la educación sirve, entre nosotros, de arquetipo, al
considerarse obligatoria la escolaridad hasta los 16 años. Ni las juveniles
ansias lúdicas de su presunto beneficiario, ni la búsqueda de colaboración por
parte de unos padres demasiado atados al corto plazo, pueden convertir en
renunciable tal derecho. Tampoco sería admisible que alguien renunciara a su
libertad para venderse como esclavo; aunque el personaje cinematográfico del
romanista, prematuramente jubilado a los 65 años, que se ofrecía como tal
resultara no hace mucho notablemente verosímil.
¿Cabría considerar también, e incluso antes, irrenunciable al derecho a
la vida? No faltan quienes lo sostengan sin vacilación, al entender que no hay
bien jurídico más valioso que la vida misma, que condiciona el ejercicio de
cualquier otro derecho. Las argumentaciones "paternalistas" encuentran también
aquí amplio campo; ¿cuántos que desearon la muerte, llegando incluso a la
tentativa de suicidio, han agradecido largamente el que alguien les impidiera
consumarlo?
La presencia del dolor, sin embargo, privado de toda razonable esperanza
de que tan penosa situación fuere aún reversible, configura un marco
excepcional. Los argumentos solidarios, especialmente eficaces para cuestionar
el puro arbitrio individual, pierden también fuerza. La afirmación de que los
demás necesitan nuestra vida, por penosa que para nosotros pudiera resultar, se
viene abajo cuando todo parece indicar que ya no se es sino una carga, y el
dolor que se ocasiona a los demás acaba resultando tan gravoso o más que el que
físicamente se experimenta.
Si entraran en escena planteamientos de orden religioso, el panorama
podría cambiar radicalmente. Si se admite que Dios es el único señor de la vida
y de la muerte, y que el dolor es una circunstancia que no escapa a su
providencia, hasta poder incluso hacer derivar de él frutos positivos, resulta
más fácil argumentar que nadie tendría derecho a poner fin a la suya. La vida se
convierte así en moralmente "obligatoria" e irrenunciable. ¿Ocurrirá lo mismo
jurídicamente?
La situación se hace paradójica. Si el enfermo terminal suscribiera tales
planteamientos religiosos, condicionarían su propia actitud con lo que el
problema no llegaría a plantearse. Si, por el contrario, no los asume ‑teórica o
prácticamente- no parece muy lógico que, en una sociedad pluralista y
secularizada, se vea forzado por vía jurídica a asumirlos. Las razones morales
no confesionales parecen poco capaces de brindar fundamento suficientemente
sólido para justificar una neta respuesta jurídica.
Asunto distinto es que ello lleve a dar por buena la existencia de un
"derecho a la muerte". La gama de calificaciones que puede merecer una conducta
es más amplia que la que marcaría un forzado dilema "o delito o derecho".
Podemos, sin duda, encontrarnos ante conductas delictivas prohibidas y
castigadas por la ley. No bastaría, sin embargo, que dejen de revestir tal
carácter para que se vieran automáticamente convertidas en derechos; aunque
podamos hacer todo aquello que no se nos haya prohibido, ello no implica que
estemos en condiciones de esgrimir dicha posibilidad ‑meramente fáctica-
enarbolándola como un derecho.
No tenemos derecho, en sentido propio, a hacer todo lo no prohibido.
Simplemente podremos hacerlo de hecho, sin que de ello deriven respuestas
obligadas por parte del ordenamiento jurídico. Conductas susceptibles ‑por no
sancionadas- de considerarse permitidas o toleradas, sólo se convierten en
derechos cuando el actor dispone de un título legítimo capaz de habilitarle para
solicitar el amparo del ordenamiento. Ello explica que nuestro Tribunal
Constitucional señale que, para que una mera posibilidad fáctica se convierta en
exigencia jurídica, sea preciso analizar la finalidad perseguida con tal
ejercicio de la libertad.
Bien es verdad que, aunque ‑en teoría- la despenalización de una
conducta, o el reconocimiento de su no exigibilidad bajo sanción penal en
determinado supuestos, no convierte lo que era delito en derecho, la experiencia
demuestra que así puede ‑enla práctica- acabar ocurriendo. Nos encontramos ante
una gráfica consecuencia más de la ya aludida función pedagógica y promocional
de las normas.
Desde una perspectiva jurídica, si diéramos por existente un título
legítimo para exigir a otro la eliminación de la vida propia -o para exigirle la
eliminación de una vida ajena que nos condiciona- estaríamos imponiéndole
paradójicamente un grado de "solidaridad" que desborda con creces el minimalismo
de lo jurídico. Con la despenalización de la eutanasia ‑como ya se ha comprobado
con la del aborto- se acabaría exigiendo jurídicamente una conducta, y no sólo
solicitándola apelando al altruismo moral. Claramente lo ha puesto de relieve la
experiencia de los médicos de la sanidad pública, obligados ‑en la práctica- a
acogerse a la objeción de conciencia para negarse a cooperar en conductas
abortistas que, por no corresponder a un derecho ajeno, no implicarían tampoco
‑teóricamente- deber alguno.
6. CONTRA VIDA MALA BUENA
MUERTE.
Parece indisimulable la dificultad de encontrar razones morales para
rechazar la eutanasia ‑a petición expresa, reiterada o, al menos, lúcida del
enfermo-, si no se suscribe un punto de vista transcendente capaz de relativizar
la capacidad de autodeterminación sobre la propia vida. No menos difícil parece
apoyarse en razones de solidaridad meramente "horizontal"; su alcance resulta
problemático en condiciones tan penosas que casi cabría considerar como
"solidaria" la consideración de la propia vida como una mera carga para los
demás, o de altruista el deseo de liberarlos de ella.
Aun no reconociendo al enfermo terminal la titularidad de un derecho a la
muerte, parecería ‑de tejas abajo- legítima su opción moral. Moralmente legítima
cabría también considerar la solidaridad presumible en quien se presta a
facilitarla, aunque sin duda en menor grado; puestos a ser solidarios, mejor
intentar ayudarle a encontrar sentido a su situación. Podrían bastar, sin
embargo, para hacer razonable una despenalización, si no se dieran razones
estrictamente jurídicas como las arriba expresadas.
Más eficaces se muestran aún estas razones estrictamente jurídicas cuando
se confrontan con el planteamiento moral que, descartando que nos encontremos
ante un derecho renunciable, condiciona a la existencia de unos mínimos de
calidad de vida su reconocimiento como derecho. Se introduce con ello un nuevo
elemento especialmente perturbador.
De la libre autodeterminación ‑subjetiva- del enfermo terminal se pasa a
la apreciación por un tercero de unas condiciones ‑presuntamente objetivas-
capaces de justificar por sí solas la eliminación de una vida a la que ya no
cabría ni tener derecho. Debe darse por descartado que pudiera bastar la mera
voluntad de sobrevivir para que se dieran por cumplidas tales condiciones; ello
equivaldría a admitir que la vida propia tendría la calidad que cada cual
subjetivamente decidiera conferirle, con lo que se estaría pasando
inadvertidamente a defender el carácter renunciable del derecho a la vida,
previamente rechazado.
Una vez más, frente a la argumentación moral, reaparecen razones más
propiamente jurídicas que hacen desaconsejable la despenalización. No sería, en
efecto, muy responsable ignorar sus consecuencias, dado el marco real en que
dicho dictamen se acabaría produciendo: alto costo de los tratamientos a
enfermos en tales circunstancias, agobio habitual a la hora de disponer de camas
libres en una sanidad pública sobrecargada, necesidad de contar con órganos para
posibles transplantes, deterioro personal y económico del entorno familiar del
enfermo...
7. DERECHOS CONTRA LA
MAYORIA
Ha logrado éxito el irreflexivo tópico que empareja a la democracia con
el relativismo axiológico. La voluntad de la mayoría se convertiría en único
criterio supremo de lo público. Las incuestionadas fórmulas del Estado de
Derecho reposan, sin embargo, sobre fundamentos absolutamente
diversos.
En el ordenamiento jurídico español no ha habido aún ocasión de
pronunciamiento constitucional alguno sobre una inexistente despenalización de
la eutanasia, ni de la cooperación al suicidio de otro, como eufemísticamente la
caracteriza el Código Penal. No faltan, sin embargo criterios ya expresados que
puedan servir de punto de referencia. Hay bienes jurídicos (como la vida del no
nacido) que el Estado ha de defender, aunque no exista siquiera titular capaz de
exhibir un derecho al respecto. Es más; el Estado habrá de proteger una vida, en
contra incluso de la voluntad de quien sí lo tiene, si se trata de un recluso
que ‑encomendado a la
Administración penitenciaria- se declara en huelga de
hambre.
No sólo se excluye toda posible neutralidad del Estado ante bienes
merecedores de pública protección, sino que se considera especiamente obligada
su defensa frente a posibles exigencias de la mayoría. Históricamente, la lucha
por los derechos humanos ha podido apoyarse siempre menos en los tópicos
vigentes que en la utopía. Jurídicamente, esta lucha se ha traducido en un afán
de protección de las minorías, mediante fórmulas que posibiliten el control de
constitucionalidad de esas mismas leyes que son la arquetípica expresión del
consenso mayoritario.
Resulta también significativo que, a la hora de regular los derechos
fundamentales, se excluya toda posible entrada en juego de la iniciativa
legislativa popular contemplada (con un respaldo de medio millón de firmas) por
nuestra Constitución.
No parece muy razonable aspirar a resolver mediante proclamas irenistas
el conflicto entre posturas contrapuestas, tengan como fundamento convicciones
religiosas o criterios morales vinculados a la cultura predominante. Decidir que
la expulsión del ámbito de lo público de lo religioso, y de sus prolongaciones
culturales, desdramatizaría automáticamente la convivencia social resulta
caprichoso. Considerar que el grado de obligatoriedad de la inhibición del
Estado ante un problema ha de ser proporcional al nivel de crispación suscitado
por su público tratamiento no deja de parecer paradójico.
La intensidad polémica alcanzada por un debate social más bien debería
considerarse como síntoma de la necesidad de una intervención estatal ‑dada la
relevancia que los ciudadanos atribuyen al problema- que de lo contrario.
Cuando, en tales circunstancias, se opta por la inhibición jurídica es fácil que
haya entrado en juego algún larvado prejuicio moral.
Detrás de más de una proclama de "neutralidad" de lo público se detecta
la fe en la armonía preestablecida propia de la moral individualista. La
convicción de que cada cual puede organizar a su gusto lo que afecta a su
programa de vida resulta mucho más pacífica cuando pasa inadvertida la
existencia de un tercero capaz de exigirnos solidaridad. El individualismo
posesivo que ‑apelando al derecho de propiedad sobre el propio cuerpo- acompaña
a la polémica sobre el aborto resulta elocuente al
respecto.
En un contexto multicultural puede entrar, sin embargo, inadvertidamente
en escena un prejuicio laicista. La polémica no sería fruto de la relevancia de
los bienes en juego, sino de un fanatismo artificialmente introducido en el
ámbito neutral de lo público por fundamentalismos religiosos. Puede llegarse
incluso al exceso de tachar de fundamentalista a todo el que se atreva a
atribuir algún fundamento a lo que defiende, haciendo así obligatoria la opción
por alternativas más lúdicas y relajadas.
El fundamentalismo entra, sin embargo, realmente en juego cuando se
renuncia a la argumentación, para recurrir a la violencia, o cuando se rechaza
toda posible distinción entre exigencias morales y jurídicas, por entenderse ‑en
clave "integrista"- que el derecho habría de asumirlas en su
integridad.
Intentar excluir de lo público todo aquello a lo que se pueda atribuir
sólido fundamento, o sea defendido con seriedad susceptible de generar polémica,
supondría imponer sin debate un monoculturalismo de lo trivial. Su fruto sería
la devaluación del debate democrático, reducido a girar en torno a propuestas
infundadas, formuladas sin convicción por quienes no las consideran dignas de
ser abordadas con particularidad seriedad.
No parece la mejor forma de aspirar al logro de una dimensión
multicultural dejarse llevar por una invencible dificultad previa para asumir
aspectos con significativa presencia en el propio ámbito cultural. Tanto más si
se tratara precisamente de los que más podrían facilitar el entendimiento con
otras culturas.
Volviendo al forzado emparejamiento de la democracia ‑convertida en seña
indiscutible de nuestra cultura- con el relativismo nos vemos empujados a la
paradoja. La negación de la existencia de fundamentos objetivos de lo humano
convierte a las culturas en productos casuales de imposible contraste mutuo. Si
nada puede ser considerado más verdadero o falso, legítimo o ilegítimo que su
contrario, no queda otra posibilidad que la imposición de la cultura hegemónica,
acompañada de aquellos alvéolos culturalmente exóticos que se muestre capaz de
asumir en su seno. Sólo considerando las culturas como expresiones históricas y
plurales de una común naturaleza humana, podría contarse con el fundamento
requerido por una dimensión multicultural.
La existencia de unas exigencias jurídicas con fundamento objetivo se
convierte en condición para el establecimiento de normas de obligado
cumplimiento, que no impliquen la mera imposición de un colonialismo dictado por
una cultura que -a golpes de relativismo- se autoproclama indiscutible.
Sólo contando con elementos objetivos, a la hora de trazar la frontera
del solapamiento entre exigencias morales y jurídicas, podremos poner freno a
cualquier intento integrista de proyectar indiscriminadamente sobre la vida
pública un código religioso omnicomprensivo. La negación del derecho natural,
hoy culturalmente dominante, se convierte paradójicamente en eficaz aliada de
esos fundamentalismos a los que priva de todo freno.
Sólo contando con elementos objetivos, a la hora de establecer qué
elementos culturalmente ajenos deben integrarse en los mínimos éticos impuestos
por vía jurídica, podremos evitar la exclusión de toda convivencia
multicultural.
CONVICCIONES RELIGIOSAS EN UNA SOCIEDAD
PLURALISTA.
Podría parecer que no hemos dado suficiente cuenta de todo lo que nuestro
título anunciaba, si no abordáramos ‑aunque fuere tardíamente- la referencia a
la religión en una sociedad pluralista.
Ciertamente hemos aludido a ella para dar por hecho que, partiendo del
reconocimiento del dominio exclusivo de un Dios transcendente sobre toda vida
humana, la solución moral de la cuestión resulta notablemente más fácil. No
parece claro, sin embargo, que ‑partiendo sólo de esa convicción moral- pueda
imponerse jurídicamente tal solución en una sociedad en la que conviven
creyentes, incrédulos, alérgicos a la fe o incluso paganos
militantes.
Ello no quita, sin embargo, relevancia a ese "saber más" que brinda la fe
religiosa. A mi, en concreto, me ha llevado al previo y temprano convencimiento
de que una solución que haga imposible respetar sus evidencias se apartaría de
la verdad. Aunque no me considere legitimado para convertir directamente tal
convicción en argumento capaz de resolver por vía jurídica nuestro problema, sí
me ha llevado indirectamente a no cejar en el esfuerzo por encontrar otros
argumentos que lleguen a mostrarse capaces de convencer a mis conciudadanos de
lo rechazable de una despenalización de la eutanasia.
Extender, por los medios lícitos que el pluralismo democrático deja
abiertos, esta convicción entre los conciudadanos facilitaría el logro del
necesario consenso sobre el particular. Sería, por otra parte, la fórmula mas
"promocional" imaginable para transformar esas conductas insolidarias que hoy
empujan al enfermo a considerarse una carga, impiden encontrar sentido alguno al
dolor del hombre o sugieren de modo simplista la bárbara solución de acabar con
el hombre como método más eficaz de que el dolor deje de estropear, de una vez
por todas, el paisaje social.
Publicado en Cuadernos de Bioética
N° 44, 1º 2001
(*) Ponencia presentada al Simposio
Internacional de Ciencias Sociales "Razón práctica y multiculturalismo". Centro
de Estudios Europeos, Universidad de Navarra, 8 de noviembre de
1996.